De un acontecimiento cultural a la disposición de determinados objetos heterogéneos de valor y viceversa*

por Javier Bolaños

Antes de comenzar, nos pronunciaremos respecto al para qué elegimos responder, desde el psicoanálisis, a la demanda de ocuparnos de repensar escenarios donde se ponen de manifiesto signos de subjetividad de la época: lo hacemos para enfatizar que la salida de un malestar cualquiera —si eso es lo que se busca— requiere, en todos los casos, poner en cuestión lo que se pretendía de ello. 

A tal efecto, vamos a descomponer dichos escenarios en funcionamiento y a poner distancia entre la presentificación de las piezas obtenidas y lo que de ellas fue esperado. 

Establezcamos, primero, el principio que recorrerá el trabajo: la cultura no solo remite a las consecuencias de lo que el humano hace, sino también a lo que sucede en su vida cuando él oficia como testigo. De ambos casos, cuando hace y cuando es testigo, resultan restos, objetos, que dependen tanto de lo sucedido como de la existencia de la superficie previa donde ello ocurre. No tener claro esto, desdibujará el horizonte a tratar.

Para comenzar, debemos preguntarnos cómo identificar y, luego, recoger los efectos de las conmociones que afectan y dan ese indudable estado de pertenencia, cercanía y familiaridad al ser humano en relación. 

Y que ello sea posible, ¿va a depender de las características de los objetos que, una vez sucedidas esas conmociones, se hallan en aquel espacio?, ¿o podemos reconocer que allí, también, oficia una especie de insistencia continua de diversas formas y modos de mantener la cohesión de esos objetos entre sí? Es que, sin duda, algo lo reúne, y eso, también, podría haber sido de otra manera.

Todo esto no es tan simple. Nos refiramos, primero, a esos objetos. Llamamos objeto a aquellos elementos que, formando parte de una determinada organización de escenarios, pueden ser localizados, aislados y utilizados para dar inicio a una variedad de escenarios diversos. Eso es viable porque algunos objetos, no todos, tienen consistencia o estabilidad propia. Es decir, debido a que han sido señalados y privilegiados en equis conformación, tienen la aptitud de dar inicio a nuevos sentidos. Para esto, es necesario que comprendamos que, a un objeto, en esencia, debe considerárselo vacío. O, lo que es lo mismo, debe considerarse que puede ser utilizado para otros propósitos.

Pero esos objetos, si bien pueden ser concebidos como instrumentos que se utilizan para lo mencionado, no necesariamente son cosas en sí. Aunque sí ejercen, todas las veces, una función de soporte(parcial por supuesto) a la hora de proponer sendas alternativas respecto a las demandas planteadas. Es que en él se sostienen con firmeza los planteos.

Pero hagamos un breve paréntesis. Sabemos que para ver hace falta demarcar un espacio, ubicar allí desde dónde se verá, y reconocer, luego, cómo aparecerán a la vista los objetos. La luz hará el resto del trabajo. Y sabemos que esa relación, del punto de vista al objeto, en el humano no solo es visual, pues no se trata solo de lo que se ve en sí, sino de cómo se comporta o se maneja uno en ese espacio demarcado. Es que ver no es mirar. Mirar implica siempre interesarse. Hay cosas que importan más que otras. En primera instancia no hablo de cómo, sino del qué se mira. Y la mirada desorganiza la percepción, la objetividad percibida. Lo contrario también es válido: puede decirse que la mirada organiza lo que va a percibirse. Una misma situación parece haber sido vista, desde el mismo sitio, de varias maneras diferentes según el momento. Entonces vemos, sí. Pero si es el objeto quien capta nuestro interés ¿quién determina lo que se verá? ¿Quién mira: uno o el objeto? La noción de instrumento se pone en jaque también, por supuesto. Es una interesante encrucijada. Esto, sin duda, tiene consecuencias políticas, pues no es sencillo advertir si en el humano se trata de una relación hacia el objeto o viceversa.

Es que no es lo mismo pensar clásicamente que tomar en serio a Jean-Claude Milner, cuando dice “la expansión de la evaluación y su carácter aparentemente irresistible no se comprendería bien sin tener a la vista la promesa que anuncia: gracias a ella, se dice, las cosas al fin podrán gobernar” (2007, p.19), y a Bruno Latour: “los objetos también tienen capacidad de agencia” (2008, pp. 95-127). En ambos casos, son los objetos quienes parecen causar, incluso gobernar, nuestros movimientos.

Si bien lo anterior refleja cierta realidad, no debemos poner el peso de los resultados obtenidos en el objeto. Un objeto nunca alcanza la plenitud de sentido, esa es la fatalidad del objeto, el acto de alguien —que es siempre político— es quien lo lleva a alcanzarla. Él, quien lo interpreta, es quien lo lleva a destino. 

Por otro lado, localizar un objeto permite operar con él. Hacerlo, es fijar sus límites y formas en un determinado espacio, para realizar allí la tarea buscada. Localizar un objeto es hacerlo local, es hacer que allí se sitúe. Pero hacerlo es, también, producir el objeto en cuestión (antes, allí, no era así), es participar en su constitución (aunque no lleguemos a tener en claro cuánto del objeto ya se encontraba y cuánto fue necesario agregarle para limitarlo). Hacer local algo es, además, generar novedad en la superficie ya existente. Por eso, localizar, siempre implica dirigirse a otro, y eso solo es posible si uno se ocupa de lo que allí transcurre.

Situar un objeto es el acto político propiamente dicho. Y no se trata solamente de poner el objeto en juego, eso solo denota la acción inmediata que, por prescindir de elementos intelectuales, lo expone enterosin ninguna diferenciación operativa. Hacer eso, exhibe un objeto sin historia o, para ser más preciso, sin espacio para una temporalidad que se diferencie de aquella que conlleva la mostración ya cristalizada. Más bien, parece que ello remite a la propia historia de quien realiza la acción. Es que dicha acción siempre será hija de algún tipo de urgencia subjetiva (aunque política también, por supuesto). Si poner el cuerpo conlleva una acción sacrificial, muy útil para fines artísticos o políticos partidarios (entre otros), en psicoanálisis se verifica que eso no siempre es necesario. 

En psicoanálisis, situar es encarnar. Es decir, privilegiar equis consistencia y sostenerse allí. Así, sin ninguna heroicidad, podrá obtenerse la certeza de que, con ese objeto, sólo se podrá comenzar un nuevo camino. Para algunos, eso tal vez es muy poco.

Habitualmente se advierte que, cuando se realiza una práctica cualquiera, o cuando con cierto método (o modo) se le da tratamiento a algo continuamente, siempre se trabaja sobre un objeto. Eso parece obvio. Pero no es tan obvio reconocer el por qué, regularmente, las acciones que se realizan al respecto de equis tarea, desorientan el trabajo mencionado. Como dijimos, no es lo mismo el objeto definido por una práctica, que el objeto particular de interés de quien o quienes realizan dicha práctica. ¿Quién está primero cada vez? Esa respuesta condicionará el porvenir del trabajo. La política también depende de ello.

Por otro lado, estamos acostumbrados a darle poco valor a los objetos. Tendemos a creer que funcionan como accesorios. El mercado nos lo ha enseñado, nos ha mostrado que, al fin de cuentas, son intercambiables. Sin embargo, en psicoanálisis puede verificarse que eso no siempre es así: una vida vivible solo es posible cuando se deciden qué objetos podrán perderse y cuáles no podrán reemplazarse. Tal vez sea necesario abogar por convocar a quienes puedan advertir qué es lo que pondremos en valor en cada ocasión. 

Del mismo modo, difícilmente alguien prefiera prestar atención a algo insignificante y tal vez escaso, cuando entiende que tiene la posibilidad de acceder a lo manifiestamente importante y de gran entidad. Eso tal vez se sostenga en la convicción de que, lo notorio, parece ser lo único que tiene la aptitud de alcanzar consecuencias significativas. A nadie parece interesarle aquello que no pueda generalizarse, porque se supone que, solo así, podremos entendernos. Pero, ¿atender a lo general y entendernos a partir de allí, implicará parecernos? Eso seguramente no será tan malo, pero posiblemente convenga estar atentos a qué estamos entendiendo allí por lo humano. 

Al respecto, veamos otro punto. Tenemos el entero, la cosa íntegra, el conjunto indivisible de elementos o partes que componen una pieza o un programa, sea cual sea, lo que carece de detalles. Pero lo interesante del detalle, o de la parte para ser más preciso, radica en que, tomada de a una, esta puede llevarnos mucho más lejos que el todo. La parte puede provocar, evocar, causar efectos que el todo jamás podrá hacer, y eso agrega elementos al entero. Es que ella permite imaginar. Dos respuestas de época que me resultan claves para este planteo: mientras por un lado se deposita esperanza en alcanzar la unicidad o a la completud humana (en términos de felicidad, por ejemplo), por el otro se ofrecen o agregan objetos o partes ‘maravillosas’ que prometen alcanzar dicha completud. Pero las cosas no suceden así. La porción, eso es lo paradójico, parece comprobar que es el todo mismo el que no alcanza, pues esas partes, que llevarían a él, parecen ofrecer más que lo esperado. Un pequeño giro al respecto puede cambiar las cosas definitivamente: si atendemos a la verdadera potencialidad que tiene la parte, tal vez podremos verificar que ésta, más que hacer posible el todo, es quien realmente puede ayudarnos a hallar la salida de él.

Entonces, sin el todo, ¿el objeto es lo más importante que hay? Esta es la pregunta directa por la cultura. Y como dijimos, en ella parece haber algo más. 

Allí, los objetos nunca están sueltos (nosotros los consideramos, privilegiamos, separamos), algo parece instar a los objetos a una reunión. Parece hacerlo de manera insistente y repetitiva. Como si se les ofreciera que, en esa imantación, algo más fuera a suceder. Lo extraño de todo esto radica en que, a pesar de tener en claro que de un acontecimiento cultural recogemos solo sus objetos conmemorativos, cada uno de estos parece, llamativamente, condensar adecuadamente toda la sustancia cultural. ¿Hay algo más? ¿Qué implica ese fenómeno de reunión? ¿Y quién estaba primero, entonces, la cultura o su objeto?

Veamos. Preferimos referirnos al hecho cultural como acontecimiento, para destacar que, cuando sucede, conlleva un “valor traumático susceptible de un progresivo y auténtico desvanecimiento” (Lacan, 2009, p. 201). Es decir que sucede estableciendo un límite y una ruptura definitiva en el funcionamiento imperante y, como efecto también, un desfallecimiento de sus consecuencias subjetivas. Esto último comporta (lo que no es de ningún modo obvio) ubicar a la subjetividad como una consecuencia. 

Que un acontecimiento cultural establezca esos límites y rupturas, además de lo mencionado, deja también otras secuelas: por un lado, signos dispersos aunque plausibles de ser colmados de sentido y, por el otro, cierto modo de asentarse allí. De los primeros, podemos esperar la construcción y organización de articulaciones que brinden, tal vez, ensamblajes sociales y de los segundos, evidencias que podemos llamar culturales.

Que esto, el acontecimiento, permita un modo de asentarse (de habitar), remite a que el mismo siempre estará incluido en su consecuencia. Es decir, no podría surgir dicho asentamiento, si aquello no hubiera sucedido así. Eso es clave: lo que habrá no será sin partir de aquella ocasión (que carga su impresión traumática). Allí el humano no podrá más que oficiar como testigo de lo ocurrido. Repasemos lógicamente: primero un acontecimiento, luego siguen signos y modos de asentarse, recién se producen objetos y, más tarde, el humano se ubica como testigo.

Pero en la cultura parece anidar algo más. En el mencionado modo de asentarse, también lo dijimos, oficia una especie de insistencia continua en las diversas formas y modos de mantener la cohesión de esos objetos por venir (a pesar de ser heterogéneos) entre sí. Es como si, en cada cultura, algo estuviera ocurriendo permanentemente, para que los elementos se dispusieran de esta manera y no de otra. 

Todo intento de definición de cultura parece contener, en el centro de su constitución, ese fenómeno inatrapable. Tal vez esa sea la razón por la que resulta tan esquivo concluir con cuál de esas definiciones nos quedamos.

Recordemos que llamamos objetos a aquellos elementos que, formando parte de una determinada organización, pueden ser aislados y utilizados para dar inicio a una variedad de escenarios diversos. Esto es posible porque, por más que podamos pensarlos, incluso encontrarlos, teñidos de una franca impronta cultural, no dejan de tener relación a una estructura social. La primera es quien parece darle su esencia (darle su esencia implica, en concreto, darle su forma) y la segunda parece brindarle sus referencias. 

Pero el salto cualitativo de todo objeto se realiza cuando, éste, volviéndose un producto social, tiene la chance de dar comienzo, como dijimos, a nuevos escenarios. O sea, cuando, identificados en equis cultura, adquieren un marco de interés (Spivak, 2003, pp. 297-364). El objeto parece estar así —y esto es lo sorprendente— facultado a pasar de un lado al otro. Para ser más preciso, si un pasaje de lo social a lo cultural es posible, el objeto es quien, sin duda, lo habilita. Por eso funciona como operador. Pero tengamos en cuenta, lo hemos dicho también, que no es fácil verificar quién es el que opera al fin de cuentas, ¿el objeto mismo o nosotros?

Pero por ‘nuevos escenarios’, no debemos entender nuevas soluciones, pues aquellos solo pueden indicar que allí hubo un nuevo modo de perpetuar o extender lo ya existente.

Llegados a este punto, cabe interrogar si es mediante la cultura o es mediante el objeto que podremos pensar como posible la salida de un malestar cualquiera. Si nos guiamos por lo dicho, tal vez concluyamos que ninguno de los dos sirva para eso, porque ambos se presentan de manera pre-subjetiva (Sigmund Freud, 1991, pp. 271-278; Jacques Lacan, 2011, p. 38). Cuando nos referimos al objeto, lo explicamos, él es quien nos da la consistencia, es en él donde nos apoyamos para el comienzo de nuevos escenarios. Y esa consistencia, además, es la que permite la inserción en la cultura. 

Tal vez, si queremos decidir nosotros las cosas, no nos quede otra opción que, en ocasiones, poner fin a lo dado, incluso a lo que consideramos natural o esperado, para verificar si, nosotros, podemos mostrar que hay algo más en juego. Si no, nuestro destino será solo depender de ello.

* En Cuadernos de Investigación Número 2. Publicación de Salto Ediciones.

Referencias bibliográficas

Freud, S. (1991). La escisión del yo en el proceso defensivo. En J. L. Etcheverri (trad.), Obras Completas Sigmund Freud (vol. 23, pp. 271-278). Amorrortu (original publicado en 1940 [1938]).

Lacan, J. (2011). Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Recuperado el 20 de enero de 2022.https://www.bibliopsi.org/docs/lacan/14%20Seminario%2011.pdf

Lacan, J. (2009). Escritos 1. En Tomás Segovia (trad.). Siglo XXI (original publicado en 1966).

Latour, B. (2008). Reensamblar lo social, pp. 95-127. Manantial (original publicado en 2005). 

Milner, J-C. (2007). La política de las cosas, p. 19. Miguel Gómez Ediciones (original publicado en 2005).

Spivak, G. (2003). ¿Puede hablar el subalterno? En Revista colombiana de Antropología, Volumen 39.